Wednesday, February 28, 2018

El ventilador y los pobres de la calle Ó


Todo el mobiliario que contiene mi habitación y que me pertenece a mí (no al casero) procede de los grupos de compraventa de Facebook o del Milanuncios húngaro, a excepción de la silla sobre la que ahora mismo se hallan mis nobles posaderas, que la encontré en la calle con un cartelito que decía elvihető («llevable», digamos). Entre los aparatos que pertenecen al casero se encuentra un ventilador que, aunque funciona y es de gran utilidad en verano, está de un destartalado que da pena y se desmonta y se le cae la parte de arriba. Así que, cuando me topé con un ventilador bonito y barato en uno de esos mercadillos internáuticos, decidí que era momento de agenciarme uno propio antes de que me haga falta y se rompa el viejo y luego suban los precios o la demanda porque es temporada alta de ventiladores. O el casero me pida cuentas, pero eso no creo que pase.

De verdad que está hecho un desastre

Total. Que hace dos sábados tenía que ir a buscar mi nuevo ventilador a una calle de nombre muy gracioso que se llama calle Ó. Además, tenía que hacer un recado que me había pedido Enzo en la misma calle, así que una vez tuve el ventilador en mi poder eché a andar calle Ó arriba, corta caminata durante la cual, involuntariamente, le di un par de golpes a la parte inferior del cacharro, que iba detrás de mí y no controlaba bien. Tras uno de esos golpes me di cuenta que, de las cuatro patas que tiene, a una de ellas le faltaba el «zapatito» gris que protege la punta y que tiene un chisme de plástico para apoyar en el suelo. Miré atrás: sólo había tres señores con aspecto de sintechos conversando entre ellos (si les tienes miedo se llaman áporos y por eso tienes aporofobia) y algún que otro desecho tirado en la acera. Refunfuñé y seguí mi camino, porque estaba cerca de mi meta, con la idea de volver sobre mis pasos posteriormente.

Hecho lo que tenía que hacer, deshice el camino andado mirando al suelo con atención, en dirección a los señores. La acera es estrecha y dos de ellos estaban sentados en el escalón de un portal, mientras que el tercero estaba apoyado en un coche aparcado, por lo que tuve que pasar por en medio de ellos, y en ese momento, uno de los que estaban sentados me habló en húngaro. Miré para él y me dijo algo más, pero al ver mi cara de confusión, me preguntó:

—¿Es usted húngaro?

Le respondí, siempre en su idioma:

—No.

—¿Bla bla bla bla nem?

Tessék?—pregunté.

Eso significa perdón. El otro que estaba sentado miró para el primero, luego a mí y a él de nuevo, y repitió con desconcierto:

Tessék!

El primero repitió:

—Que si no es húngaro, que cómo sabe decir nem.

—Porque algo de húngaro sí que sé.

Aclarado este punto, me empezó a hablar de la pata del ventilador y del golpe que le había dado. Es llamativo, porque lo habitual en esta situación es que me pregunten de dónde soy, o por qué sé ese algo de húngaro, o al menos que digan «aaah» con curiosidad y haya un instante de silencio antes de cambiar de tema; sobre todo si hay caras de desconcierto y demás. Pero no, este señor pasó directamente al grano. Con todo, lo que pasó a continuación no me lo esperaba: los tres se pusieron a buscar mi zapatito gris por los alrededores, incluso tumbándose para mirar debajo de los coches. ¿Ves algo?, no, yo no veo nada, creo que el golpe se lo dio contra esta esquina, a lo mejor se le había caído más atrás, no, debajo de ese coche ya miré yo. Al final no lo encontramos. Le pregunté al portavoz de los señores si habían visto el zapatito caer, y me respondió que no, que sólo habían oído el golpe. Le di las gracias y le dije que iba a seguir buscando por donde había pasado, y antes de irme me aseveró, muy solemnemente y mirándome a los ojos:

—Si lo encontramos nosotros, te lo guardamos.


Aunque nunca llegué a encontrar la pieza, me fui de la calle Ó muy agradecido y pensando cómo otra gente, o yo mismo en otras circunstancias, habría hecho caso omiso cuando un señor con aspecto de pobre sentado en el suelo le empieza a hablar; y acordándome de tantísimos extranjeros que rehúsan aprender húngaro (la mayoría de los que conozco), llegando incluso a reírse ante semejante idea. No fue una situación tan especial tampoco, pero no suelo comunicarme con gente tan distinta a mí, y con tantos prejuicios y miedos que tenemos en la cabeza no se para uno a pensar que personas que parecen poco fiables sean las más educadas y atentas del mundo en un momento dado; llegando incluso a tratarme de usted, cosa poco frecuente en mi experiencia.

~ ¿Y de qué te sirvió el húngaro? ¡Te quedaste sin zapatito igualmente! ~