Saturday, September 28, 2013

Agueste V: Slavske, Volosianka y Zájar Bérkut (II)




El sábado empecé el día tarde y con calma. Me di cuenta de que no tenía dinero, así que le pregunté al de recepción si en la estación de esquí había un cajero o tenía que bajar al pueblo. Me contestó que sí que había. Se equivocó. Llegué allí y no encontré ninguno. Pregunté a alguien con cara de pertenecer a la organización y llamó a una chavala que sabía inglés para hablar conmigo. Gala, pues así se llamaba, me dijo que no había ninguno, pero que me acompañaba a la estación en taxi si quería. Durante el trayecto me dijo que no tengo ningún aspecto de español. “¿Entonces de qué tengo aspecto?” “No te ofendas, pero de judío.” Pues nada, me rizaré las patillas. Al volver arriba comí en el comedor que hay (probé el borsh rojo, que es sopa de remolacha). Luego estuve conversando con Gala un rato más en la zona del telesilla y el hotel de los músicos (saludé a los de Arkona según se dirigían al baquestaje) hasta que se fue acercando la hora de inicio de los conciertos. En la cola del telesilla me hablaron dos o tres personas a las que les sorprendía mucho ver a alguien de tan lejos en un lugar tan perdido. Con ellos me fui a tomar un refresco al bonito bar que hay en lo alto de la montaña, y casi se me pasa la hora de ver a Viter; de hecho me perdí unos veinte minutos de su concierto, aproximadamente la mitad. Allí me reencontré con la chavala volgogradense con la que había compartido telesilla, y con ella vi a Arkona también.

Los vídeos están sin editar ni recortar:




Los más avispados encontrarán una referencia a Dub Buk
al final del segundo vídeo.


¿Recordáis lo que me había dicho el organizador cuando me dio la pulsera? “Es de prensa porque no me quedan de músico.” Pues bien, observando las muñecas de los asistentes y de los músicos que rondaban el hotel me di cuenta de que el hombre, por equivocación, lo había dicho al revés y de que lo que adornaba el istmo de mi mano era un pase a la vistosa casita rural situada un poco más atrás del escenario. No veas lo importante que se siente uno cuando dos miembros de la “militsia”, que es como se llama la policía allí, sendos armarios vestidos con gruesos trajes de camuflaje, te abren paso haciendo un gesto con la mano tras enseñarles la cinta roja de tu muñeca. Cuando llegué al piso superior de la casita, los Munsorrous me saludaron con grandes sonrisas y me ofrecieron bebida. También saludé a Masha y Lazar de Arkona; el segundo, aunque probablemente no recordase mi cara de la vez anterior en Madrid, sí me conoce como uno de los poquísimos habituales extranjeros del foro de su grupo. Ella no, porque pasa del foro y de aguantar a fans alocados. Pasé allí un rato corto, pero antes de irme le pregunté a Ville (de Moonsorrow. Qué raro se me hace especificar esto) si podía realizar un capricho que tenía: echarme por la cara la sangre que usan en los conciertos y sacarme “a bloody photo with the whole bloody band”. Me contestó que sí, que no habría problema. En algún momento también le pregunté a alguien de la organización si me podían dar un pase para mi nueva amiga; me dijeron que no, que las normas eran estrictas, y obviamente no discutí más, pero al minuto, cuando ya me iba, vino corriendo detrás de mí, se disculpó alegando que no sabía que yo era de la prensa y me entregó una pulsera. No veas qué contenta se puso la chavala cuando se la di. Ya no recuerdo cómo se llamaba. Vladimira o Svetlana o un nombre típico de ésos. No habló casi nada durante los pocos minutos que pasamos allí dentro; tenía los ojos como platos, mientras probablemente se preguntaba cómo rayos había llegado allí, y cuando salimos y llegamos de nuevo a la parte de enfrente del escenario exclamó: “¡Dios mío, tengo una foto con Moonsorrow!”.

A lo mejor encuentra este blog y me dice cómo se llama.

Todo eso fue entre Arkona y Týr. Cuando acabaron estos últimos, volví corriendo al baquestaje a ensangrentarme un poco. Doy fe de que la sangre que usan es real: el sabor es inconfundible y cuando se seca se pone marrón y cruje cuando mueves la cara. No veas lo que me costó convencer de esto a Eddie.

— Bueno, sería sangre de mentira, ¿no?
— Qué va, sabía a sangre y se me coaguló en la cara.
— Ya, bueno, pero sería sangre falsa, no creo que la usen auténtica.
— Que no, hombre, que se puso marrón y crujiente.
— Sí, sí, pero supongo que sería de mentira...

Lo malo fue que no me pude hacer la foto, porque cuando sucedió esto ya estaba sonando la intro y se fueron corriendo al escenario. Maybe after the concert, me dijo Ville, pero ahí ya ni lo intenté porque se pusieron a recoger los instrumentos y demás. Hablé unos minutillos más con Mitja, que es con el que más me llevo, por así decir, y me fui. Tanto la volgogradense como yo decidimos irnos ya, que era tarde y hacía frío –llegaron a caer unos copos de nieve durante el concierto–. Bajamos en un cuatriciclo de la muerte, nos despedimos (lo siento por los que esperabais otro final para esta historia) y volví al hotel dando un precioso paseo en oscuridad casi total bajo la majestuosidad del cielo nocturno.

La última anécdota de la noche es la del recepcionista, el mismo chaval joven al que le había preguntado lo del cajero. Peté en la puerta, me vio todo ensangrentado a través del cristal, abrió mucho los ojos y vino a abrirme. Con educación y el gesto amable que suelo usar yo y cualquiera en estos casos, le devolví el paraguas que me había prestado, le pedí la llave y subí a mi cuarto. La cara del pobre hombre era un poema; no despegó los labios en ningún momento, ni redujo el grado de apertura de sus párpados. Estoy seguro de que, si le hubiera pedido el dinero de la caja, me habría dado hasta los centimillos del bolsillo de atrás. Días después me decía Eddie que sí, que mucha risa, pero que menos mal que no se le ocurrió llamar a la policía diciendo: mira, que son las tres o las cuatro de la mañana y acaba de subir un tarao ensangrentado a la 108, venid a ver.

A la mañana siguiente bajé a entregar la llave, y junto a la mesa de recepción había un señor con el que me había topado el día anterior y que me sorprendió hablándome en ¡portugués! Por lo visto, había sido camionero y durante muchos años había estado viajando a Portugal. Ahora era taxista. Me llevó a la estación, y como aún faltaba un buen rato para el tren, fui a comer a un pequeño bar que encontré. La camarera era jovencita e imbécil. Le pregunté qué era un determinado elemento del menú, y su única respuesta fue repetir la palabra varias veces, sin hacer un gesto explicativo ni señalar nada. Le dije que vale, que me lo pusiera y ya vería lo que era. Me dio un platito con algo de ensalada, pescado frito y un tenedor. Para quitarle las espinas al pescado necesitaba un cuchillo, pero no recordaba cómo se decía en ruso, así que la llamé, le dije “por favor” e hice gesto de cortar con un cuchillo. Me respondió: jasi sisusu siguasagüey. Bueno, muller, perdona pero no te entiendo, ¿me traes un cuchillo o no? Todo esto educadamente y con un ruso básico pero suficiente (me había servido con otras personas). Ella siguió repitiendo lo mismo. Luego se giró hacia dos personas que estaban en otra mesa, observando la escena con curiosidad, y les dijo algo riéndose. Huelga decir que no me llegó a traer cuchillo ninguno. La verdad, más imbécil fui yo por no levantarme e irme sin más.

Tras comer el pescado con los dedos me fui a dar un paseo para matar el tiempo por las cercanías de la estación, y más tarde, mientras el tren me llevaba a Lviv, recibí un mensaje de una tal Julia. El resto ya lo conté, y con esto podemos, por fin y tras casi un año, dar la serie de Agueste por terminada.